EL CERRO DE LA LOBERA








Lo que aquí narro sucedió hace muchos años en la población de Acatempan, municipio de Teloloapan, y me fue contado en el año de 1972 por los señores Protacio Salgado y Elodia Arrocena, originarios de ese lugar, quienes fallecieron hace algunos años pero que, si aún vivieran, tendrían una edad aproximada de 120 a 130 años.

Según me contaron, cuando eran unos adolescentes su pueblo era muy pequeño y constaba de algunas cuantas casas separadas y habitadas por muy poca gente. En ese entonces no había carreteras que los comunicaran a las ciudades de Teloloapan o Iguala, que eran los lugares donde acostumbraban a ir a trabajar o a vender sus mercancías y productos del campo, así que para llegar a ellas tenían que utilizar veredas o caminos de herradura e irse a pie o a lomos de bestias de carga.

A la salida del pueblo, en el camino que conducía a Iguala, hay un cerro que tenían que atravesar forzosamente. Éste era conocido como “el cerro de la lobera”, ya que en él habitaban varias manadas de lobos salvajes. En las noches de luna llena sus aullidos se escuchaban en todo el pueblo, y la gente, temerosa, se encerraba en sus casas y no salía, ya que los lobos cuando tenían hambre y no habían cazado alguna presa, se encaminaban a las orillas del pueblo y se metían a los corrales donde la gente tenía sus gallinas, marranos, chivos y vacas, y se llevaban algunos para saciar su apetito.

Esto sucedió durante mucho tiempo, por eso cuando los pobladores tenían necesidad de viajar a Iguala se unían en pequeños grupos, para así poder protegerse de los lobos cuando atravesaban el cerro de la lobera. Algunos iban armados sólo con sus machetes de cinta o garabato; otros llevaban “cuaxcleras”, y aunque éstas no son muy efectivas pues sólo disparan una vez y hay que volver a cargarlas para poder hacer otro disparo, sí podían matar a un lobo si le disparaban de cerca. Y así de esta manera, la gente se protegía cuando viajaba.

El viaje de Acatempan a Iguala lo podían hacer en un día si salían del pueblo a las tres o cuatro de la mañana; de esa manera llegaban a Iguala al anochecer. Pero cuando por algún motivo se les hacía de noche, se quedaban a dormir cerca de la población de Cocula. Entonces los viajeros escogían un lugar seguro en el campo y prendían una fogata para calentarse y protegerse de las bestias salvajes. Envueltos en una cobija se dormían, turnándose para vigilar el fuego toda la noche, para que éste no se apagara. Al día siguiente, muy tempranito, emprendían la caminata rumbo a Iguala, lugar donde permanecían uno o varios días según el caso. Y del mismo modo que salían del pueblo, así regresaban.

Es obvio decir que durante estos continuos viajes de ida y vuelta, algunos pobladores resultaron muertos o heridos por los lobos hambrientos. Y también muchos lobos fueron exterminados con las cuaxcleras de los campesinos, e incluso muchos fueron muertos a machetazos, ya que a veces tenían que combatir con ellos cuerpo a cuerpo. Así pasaron los años y poco a poco el pueblo fue creciendo, y los pobladores armados ya con armas más modernas como rifles, escopetas y revólveres, lograron exterminar por completo a las manadas de lobos, o tal vez estos emigraron a otros lugares; eso nunca se supo, pero lo que sí es seguro es que al fin los campesinos pudieron viajar tranquilos a Iguala, sin temor a ser atacados por los lobos.

Decía don Protacio que este camino pasaba por los poblados de Chapa, Xalostoc, Tuxtla Cuevillas, Tonalapa y Cocula. Aunque también doña Elodia contaba que a medio camino las veredas se desviaban y podían tomar otras rutas; algunas de ellas los llevaban a Coatepec Costales y Cocula, sin pasar por Tonalapa ni por Xalostoc. Decían que también pasaban por unos cerros que estaban a la salida de Acatempan, entre Teloloapan y Chapa, y a estos cerros le llamaban “El Calaquial”. Pero en fin, tal como haya sido, lo que sí es importante es que en poco tiempo se empezó a construir la carretera Iguala-Teloloapan, y así empezaron a circular los primeros autobuses llamados por la gente “ramaleros” o “guajoloteros”, pues en ellos transportaban sus gallinas, chivos, marranos, guajolotes y sus mercancías como maíz, frijol, semilla de calabaza, chiquihuites, trojas, canastas, etc.

Así la modernidad llegó a estos lugares y la gente ya viajaba en autobús, evitando de esta manera el largo, fatigado y peligroso viaje a pie. De este modo el camino real o de herradura que conducía a Iguala fue quedando poco a poco sin transitar, y al paso del tiempo se llenó de árboles y arbustos. Hoy en día, si alguien quiere buscar ese camino, es imposible, pues el tiempo lo ha borrado y sólo una que otra vereda pequeña es aún transitada por algunos lugareños. Y del cerro de la lobera sólo quedó el nombre, pues los lobos se extinguieron. Pero el cerro aún está ahí, inconmovible al paso del tiempo y como mudo testigo de lo que hace años ahí aconteció: la lucha entre el hombre y las bestias salvajes del lugar. Lucha por el territorio y por la supervivencia, y en donde al fin como casi siempre, el ser humano resulta vencedor. Aunque esta lucha trágica es necesaria, trae consecuencias funestas para la flora y fauna de los lugares donde se desarrolla, pues el ser humano en su afán de habitar nuevos territorios destruye llanos y cerros completos para utilizarlos como tierras de sembradío, para la cría de ganado vacuno, bovino, etc., destruyendo así el paisaje natural de estos lugares tan hermosos y majestuosos.

Esto último me lo contó con nostalgia el profesor Mario Delgado, hijo de doña Elodia y sobrino de don Protacio, quienes aparecen al inicio del relato. El profesor Mario es un maestro jubilado que tiene ochenta y tres años de edad, pero que guarda en su mente y en su corazón muchos recuerdos, bonitos algunos y otros no tanto, de su época de niñez, ya que él también es originario de ese lugar, y aunque ya tiene más de medio siglo viviendo en Teloloapan aún recuerda muchas anécdotas de esos lugares y prometió contármelas para que yo las plasme en un libro y se las dé a conocer a todos ustedes, a todos los que estén interesados en conocer las narraciones, leyendas y anécdotas de los pueblos de Guerrero y en particular de la zona Norte, ya que éstas se pierden a través de los años y mi intención es no dejar que queden en el olvido, sino rescatarlas y dárselas a conocer a todos, a quienes se interesen, pero en especial a los niños y jóvenes, pues es importante que ellos conozcan estas historias que forman parte del folklore de nuestros pueblos. Al rescatarlas y no dejarlas morir estamos rescatando también el legado que nos dejaron nuestros antepasados.

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