LA CUEVA EMBRUJADA


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Cerro de Puerto Rico, al fondo.

Cerca de la ciudad de Teloloapan hay una pequeña comunidad llamada Puerto Rico, situada a unos cuantos kilómetros sobre la carretera federal Teloloapan-Arcelia. Esta historia sucedió en la década de los 80 y tuvo lugar en uno de los cerros cercanos a Puerto Rico.

La gente rumora que en esos lugares existen varias cuevas naturales, en las cuales hay ocultos en su interior tesoros inmensos y fabulosos. Esto llamó la atención de dos primos hermanos, de nombres Jesús Delgado y Victorino Salgado. El primero radicado en Teloloapan, en la colonia Benito Juárez, y el segundo en el poblado de Acatempan, municipio de Teloloapan. Estos dos primos tenían un espíritu aventurero e intrépido y les encantaba ir a todos los lugares donde se decía que había tesoros ocultos o tapazones. También se metían en cuevas, en busca de objetos valiosos o lo que pudieran hallar. En fin, exploraban todos los lugares en que la gente comentaba que espantaban, que veían arder, o que se escuchaban ruidos extraños.

No faltó quien les contara que en la comunidad de Puerto Rico, en un cerro cercano, había una cueva oculta entre arbustos, que en su interior escondía un inmenso tesoro, compuesto por joyas de oro puro y centenarios; y que dichos tesoros serían para la persona que lograra dar con el paradero de la cueva y penetrara en su interior para apoderarse de ellos.

Los primos acordaron ir a buscar y explorar esas cuevas un día 24 de junio, que es el día de San Juan, día en que se abren los encantamientos. Pero lo harían de día, para que no hubiera peligro de quedarse encantados para siempre.

Así que el día de San Juan tomaron sus herramientas (pico, pala, machete, etc.) y en la madrugada, antes de salir el sol, se encaminaron hacia dicho lugar, sin avisarle a nadie a dónde iban. Ya estando en el pueblo se dirigieron hacia el cerro donde les habían dicho que estaban las cuevas con sus tesoros. Empezaron a recorrer todo el lugar y encontraron algunas cuevas que no los convencieron. Por tal motivo siguieron buscando por los alrededores. Ya estaban a punto de darse por vencidos cuando, de repente, al dar unos machetazos a unos matorrales que estaban junto a unas piedras enormes, descubrieron la entrada de una cueva, la cual era muy difícil de ver a simple vista. Con sus machetes quitaron los arbustos que cubrían la entrada y entonces vieron que la entrada estaba en medio de dos enormes rocas planas, las cuales tenían la forma de dos hojas, al igual que las puertas comunes. Se adentraron en la cueva, la cual estaba muy oscura y era habitada por miles de murciélagos. Ayudados con las lámparas de pila que llevaban alumbraron el interior y se internaron decididos en ella.

En el interior había estalactitas, por lo cual tenían que avanzar con mucho cuidado, ya que en partes se estrechaba y se reducía su altura. El interior estaba lleno de hoyos, los cuales se veía que habían sido hechos hace mucho tiempo, sin duda por algunos aventureros que habían ido ahí en busca de fortuna.

—Hay que empezar a escarbar, cada quien por su lado —dijo Jesús—. Escógete un lugar y yo otro, el que encuentre primero alguna señal del tesoro le avisa a su compañero.

—Está bien —dijo Victorino—, así lo haremos.

Y dicho y hecho, empezaron a escarbar. Llevaban como media hora escarbando, cuando dijo Victorino:

—¡Tengo sed! ¿Dónde están los bules de agua?

—Yo no los traje— contestó Jesús—. Seguramente se nos olvidaron allá afuera.

—Bueno, voy por ellos —dijo Victorino. Y se encaminó hacia la salida. No bien hubo salido de la cueva, cuando se quedó admirado y sorprendido.

El motivo de su asombro es que ya era de noche y en el cielo se veían brillar las estrellas. Pero…

—Pero… ¿Cómo es posible? —se preguntó Victorino—, si tiene menos de una hora que entramos a la cueva y era de día. Eran las doce del mediodía, lo recuerdo muy bien porque miré mi reloj antes de entrar.

Entonces sucedió algo que lo llenó de asombro y terror. Las enormes rocas de la entrada, las cuales eran como hojas de puerta, empezaban a moverse lentamente, con la intención de dejarla sellada.

Victorino entró corriendo a la cueva y gritándole a su primo.

—¡Jesús! ¡Jesús!, la puerta se está cerrando y ya es de noche, ¡vámonos! —. Pero Jesús no le hizo caso, pues pensó que se trataba de una broma de su primo.

—Ya déjate de tonterías — le contestó— mejor ven a ayudarme porque creo que ya encontré una olla, pero está muy enterrada, ayúdame a desenterrarla.

—¡Qué olla ni que nada! Vámonos de aquí primo —insistió Victorino—. ¡Apúrate! Que la cueva ya casi se cierra.

—De seguro ya te tomaste el mezcal que trajimos y estás borracho —le contestó Jesús.

—No he tomado nada primo, si no me crees asómate, para que veas que es cierto lo que digo.

Tanto insistió Victorino que al fin convenció a Jesús para que salieran de ahí. Victorino salió primero, pues era más joven y ágil, y desde afuera le gritaba a Jesús, “¡apúrate! Se está cerrando, ¡córrele!”.

Cuando Jesús se dio cuenta de que era verdad que la cueva se cerraba, corrió y alcanzó a salir de ella caminando de costado, pues de frente ya no cabía su cuerpo. No bien habían salido, cuando la cueva se cerró con gran estrépito.

—¡De la que nos libramos! —dijo Victorino—, nos pasó como le ha pasado a muchos que ya no han vuelto a aparecer.

—Sí —dijo Jesús, y tras una pausa agregó: —Esta cueva está encantada, qué te parece si venimos mañana otra vez, o hasta el otro año en el día de San Juan. ¡Anímate primo!, pues esa ollota que vi creo que estaba llena de monedas de oro.

—¡No primo! —contestó Victorino— yo ya no vuelvo a venir. Dicen que la tercera es la vencida, y yo no quiero quedarme encerrado aquí. Ya nos libramos dos veces, mejor hay que olvidarse de este asunto.

—¿Y si invitamos al sobrino Fernando? —propuso Jesús.

—¡No!, yo ya no deseo volver, y tampoco creo que el sobrino quiera venir. Mejor vámonos, y no hay que contarle a nadie lo que nos pasó, pues se van a enojar y con razón.

—Así lo haremos —aceptó Jesús—, no se lo contaremos a nadie.

Y cumplieron su palabra; no le contaron a nadie esta aventura. Pero un día se toparon con su sobrino Fernando y se pusieron a tomar unas copas. A uno de ellos se le chispó y sin querer le contó a su sobrino lo que les sucedió en Puerto Rico.

—¡Ustedes no escarmientan! –rió Fernando—, ya apláquense y dejen de hacer esas cosas.

Pero luego preguntó: —¡Oigan! Si me animo a ir con ustedes, ¿me llevan a ese lugar?

—Claro que sí sobrino —contestó Jesús—, cuando tú digas vamos.

Y así paso el tiempo, y no volvieron a ese lugar, ni los dos ni con Fernando. Jesús falleció y sólo queda vivo Victorino, pero ya nunca han hablado de ese asunto.

La cueva encantada está ahí, en Puerto Rico, esperando a que alguien se anime a entrar y sacar el tesoro que está enterrado adentro. ¡Anímese amigo!, si usted lo desea pude ir allá y tal vez regrese cargado de riquezas o, tal vez, se quede encerrado ahí para siempre. Todo depende de la suerte que usted tenga.

Tal vez tengan suerte y logren convencer a Fernando y a Victorino, para que los acompañen, pues estos personajes aún siguen entre nosotros y aún recuerdan esos tiempos.


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